El TDAH en la Práctica Clínica Psicológica
ADHD in the Psychological Clinical Practice
Carlos Mas Pérez
Psicólogo clínico
Resumen.
El presente trabajo constituye una aproximación a la realidad del manejo clínico del TDAH, partiendo de una contextualización histórica y conceptual del síndrome. Se abordan cuestiones controvertidas relativas a las fuentes, forma y motivos de derivación, los requisitos de la formulación diagnóstica y el problema del sobrediagnóstico, así como de las estrategias de tratamiento.
Palabras clave:
TDAH, diagnóstico, Sobrediagnóstico, Tratamiento, Epidemiología.
Abstract.
This paper addresses the practice of clinical management of the ADHD syndrome. Starting from the historical and conceptual contextualization of the syndrome, controversial issues concerning sources, forms and reasons for referral, diagnostic requirements including the problem of over-diagnosis, and strategies for treatment are discussed.
Key words:
ADHD Syndrome, diagnosis, over-diagnosis, treatment, epidemiology.
Introducción
Desde hace unos cuantos años, los psicólogos clínicos
infantiles están recibiendo en sus consultas un
número progresivamente mayor de casos que inicialmente
vienen designados, desde las más diversas
fuentes de derivación, como posibles Trastornos por
Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH). En
su conjunto, se trata de una población heterogénea
que ofrece una variación y disparidad considerables
en la presentación de sus signos y síntomas, así
como en la edad de inicio de los mismos o en su persistencia
en diferentes contextos situacionales. Hay
un acuerdo generalizado respecto a que el TDAH es
un síndrome de carácter preferentemente neurobiológico
que se caracteriza por la presencia de un desarrollo
deficitario de los mecanismos destinados a
regular la atención, la reflexividad y la actividad.
Aunque es conocido desde el siglo XIX, su categorización
como patología no se produce hasta la década
de los 70 del pasado siglo. A partir de entonces,
su incremento como motivo de consulta en los dispositivos
de salud mental infantil ha sido incesante.
Uno de los problemas que esto lleva aparejado es
que debido a la imprecisión de los límites entre el
TDAH y otras alteraciones o trastornos, el señalamiento
de niños presuntamente afectados por aquél
ha llegado a ser, en ciertos momentos y sectores
poblacionales, indiscriminado y masivo. Irremediablemente,
su diagnóstico es un proceso largo
y laborioso cuyo objetivo principal es identificar la
existencia genuina de un núcleo patológico claramente
diferenciado de determinadas influencias
y condicionamientos familiares, escolares y sociales.
Se trata, por lo tanto, de establecer la distinción
entre un niño normalmente turbulento y un contexto
patológico real. La dificultad que esto entraña ha
determinado que, durante años, tanto en el terreno
terminológico como en el conceptual se haya
producido una gran diversidad de formulaciones.
También hemos asistido a múltiples controversias
que se han reflejado, de manera especialmente llamativa,
en la disparidad de los datos epidemiológicos
resultantes de la enorme cantidad de estudios
realizados al respecto. En un sentido distinto, tanto
la abundante investigación como la consideración
de los datos y reflexiones procedentes de la práctica
clínica han contribuido decisivamente a que esté disminuyendo
progresivamente el grado de confusión
La correspondencia sobre este artículo se enviará al autor a la siguiente dirección de correo electrónico: cmpetersen@telefonica.net
en cuanto a diagnóstico y a estrategias de intervención
terapéuticas, psicopedagógicas y socioambientales.
Evolución conceptual
Desde que George Still (1902) ofreciese una descripción
sistemática del trastorno, el número de
denominaciones que éste ha recibido es de alrededor
de 25 y el de definiciones unas 90.
Ebaugh (1923) describe un "síndrome hipercinético",
consecuencia según exponen de traumatismos
craneales o encefalopatías. Esto propició que se adscribiera
claramente la hiperactividad a una alteración
neurológica. Straus y Lehtinen (1947) describen
lo que ellos denominan "minimal brain injury"
o lesión cerebral mínima. Esta noción dio lugar a un
gran número de discusiones y despertó grandes reticencias
y reservas. Entre los principales argumentos
de controversia se encontraba la paradoja de hablar
de una lesión que en la mayoría de los casos no era
posible objetivar. Otro fue la discutible consideración
de lesión que se dio a leves anomalías del EEG
o a muy discretos síntomas neurológicos. De esta
manera, se corría un gran riesgo de incluir en este
cuadro a trastornos puramente funcionales. Sin
embargo, el mayor problema se produjo cuando la
noción de lesión cerebral mínima se extendió abusivamente
a estados respecto a los cuales no está justificado
hipotetizar acerca de la existencia de afectación
cerebral alguna.
En 1962, en las conclusiones de un Symposium
internacional celebrado en Oxford se reemplazó la
expresión "minimal brain injury" por la de "minimal
brain dysfunction" o M.B.D. Nos encontramos,
pues, en años posteriores ante la omnipresente disfunción
cerebral mínima. Esta fue definida por
Clements (1966) como un trastorno de conducta y
también del aprendizaje que se presenta en niños de
una inteligencia normal, asociado con disfunciones
del sistema nervioso central. Para empezar, el cambio
de término no supuso en realidad un cambio real
de posición: se atribuye, sin prueba alguna, a una
afección cerebral una serie de trastornos cuyo origen
en realidad se ignora. Al no encontrar un soporte
empírico suficientemente sólido que validara el concepto
de disfunción cerebral mínima como síndrome
neurológico, las investigaciones posteriores, realizadas
en gran parte por psicólogos y pedagogos, tuvieron
como objetivo la caracterización del cuadro
como un trastorno del comportamiento.
En la década de los 70 fue cuando Douglas (1972)
señaló la incapacidad de mantener la atención y la
impulsividad como deficiencia básica de los niños
afectados, por encima de la propia hiperactividad.
Este argumento explica mejor la incapacidad que
padecen, en términos de autorregulación, para adaptarse
a las exigencias sociales imponiendo límites a
su comportamiento. A esto suelen ir asociados la
mayoría de los problemas que experimentan los
menores hiperactivos.
Hasta el momento presente se ha ido produciendo
un acercamiento en la concepción del trastorno, que
se concreta en los dos sistemas internacionales de
clasificación que más se utilizan en la actualidad, la
Clasificación Internacional de los Trastornos
Mentales de la OMS (CIE) y el Manual Estadístico
y Diagnóstico de los Trastornos Mentales (DSM).
En las versiones actualizadas de ambos (CIE 10 y
DSM-IV) se recoge un listado similar de 18 síntomas.
En ambos sistemas se recogen los elementos
relacionados con la inatención, la hiperactividad y la
impulsividad. En los dos se plantea la necesidad de
que los síntomas persistan a lo largo del tiempo y a
través de las situaciones, con desajustes clínicamente
significativos por lo menos en dos contextos diferentes.
Con todo, no existe acuerdo total entre los
dos códigos. De manera específica, el CIE 10 considera
como criterio de exclusión la presencia de otros
trastornos, lo cual no es compartido por el DSM-IV.
Antes bien, este último acepta la posibilidad de
comorbilidad con otros trastornos. En consecuencia,
la sintomatología no se considerará como perteneciente
a un trastorno diferenciado solo en el caso de
un trastorno generalizado del desarrollo o psicótico,
o cuando se explique mejor por la presencia de otro
trastorno mental.
Otra diferencia la encontramos en que el CIE 10,
para formular un diagnóstico de TDAH, requiere la
presencia de los tres síntomas esenciales. De hecho,
solicita que por lo menos se aprecien seis síntomas
de inatención, tres de hiperactividad y al menos uno
de impulsividad. El DSM-IV, por su parte, plantea
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que tanto la expresión de dificultades de atención
como de hiperactividad-impulsividad pueden dar
lugar a un diagnóstico positivo. Apartir de aquí, ofrece
la posibilidad de acceder a tres subtipos: uno predominantemente
inatento, otro predominantemente
hiperactivo-impulsivo y un tercero de carácter combinado,
considerado esté último como el más grave.
No sería raro que en los próximos años asistiésemos
a una nueva redenominación del trastorno, ya
que la evidencia empírica da lugar a que el déficit en
el control inhibitorio de los impulsos vaya adquiriendo
protagonismo (Barkley, 1997a). Es probable
que esta conceptualización se imponga progresivamente;
de hecho, cada vez son más numerosos los
constructos teóricos que se basan en el modelo de
impulsividad (Barkley, 1997b). En ellos se hace
referencia a expresiones comportamentales inadaptadas
que tienen que ver con la intolerancia a la
demora, adquiriendo protagonismo el logro o la
satisfacción de lo pretendido, el predominio de la
expectativa de recompensa inmediata, la escasa
capacidad de previsión de consecuencias, la autorregulación
deficitaria o un estilo de repuesta precipitado,
con escasa orientación y alto grado de imprecisión.
Se trata, por lo tanto, de una conceptualización
que integre la notoria incapacidad de inhibir los
impulsos y los pensamientos que interfieren en las
funciones ejecutivas, cuyo cometido es minimizar
las distracciones y orientar la acción hacia el logro
de unos objetivos mediante la planificación de una
secuencia de actos necesarios para alcanzarlos.
En los últimos años, las investigaciones en este
área tienden hacia la consideración del déficit de inhibición
conductual como la alteración central y característica
del síndrome, relacionándolo con una disfunción
del sistema ejecutivo. Ciertamente, esta orientación
parece ir conformando un marco general para
desarrollar una definición del problema que integre y
explique de forma más adecuada la multiplicidad de
dificultades que se presentan en el TDAH.
Caracterización evolutiva del TDAH durante la
infancia y la adolescencia
La evolución que presenta la semiología de cualquier
alteración o trastorno a lo largo del tiempo no
sólo determina en buena medida el diagnóstico, sino
que también lo hace respecto al tratamiento.
Cualquier característica infantil se presenta
en el desarrollo
y, a lo largo del mismo, va a manifestarse de una u otra manera según el momento de su presentación o del punto del itinerario evolutivo en el que se observe. Lo mismo vale para cualquier variante o alteración de la normalidad, sea o no en términos patológicos. Se trata de cambios que modulan la expresión de los síntomas en la medida en que se van produciendo diferencias tanto en lo cognitivo como en lo emocional. En el tema que nos ocupa es notable, a la vez que preocupante, la carencia de investigaciones sistemáticas que hayan estudiado de forma específica este aspecto. Cuando hay signos que puedan indicar la posible existencia de un TDAH durante la primera infancia, los padres suelen describir a su hijo como un niño difícil e inquieto desde siempre, con dificultades para controlarle y que tolera mal los cambios. Refieren asimismo una baja tolerancia a la frustración, que suele expresar con frecuentes rabietas. No es raro que cuenten que el sueño del niño presenta frecuentes interrupciones durante la noche. En consecuencia, su crianza ha sido difícil a consecuencia de estas características de excitabilidad e hiperreactividad. Son niños que se nos presentan con un comportamiento disruptivo que incluso afecta gravemente a la calidad de vida de las parejas, en la medida en que éstas han reducido o renunciado a sus relaciones sociales a causa de ello. Por otro lado, no es infrecuente que se aprecie en estos padres una fuerte culpabilización y sentido de incompetencia, en la medida en que se sienten responsables de la falta de buena crianza de su hijo, por incapaces o excesivamente permisivos. En todo caso, la eficacia de la función parental debe ser cuidadosamente analizada en cada uno de estos casos. Durante el periodo de asistencia a la escuela infantil, padres y educadores se suelen referir a estos niños como demasiado inquietos y con marcada propensión al accidente y a la pendencia. Los problemas atencionales empiezan a cobrar relevancia en el relato de los adultos, especialmente ante tareas prolongadas, más o menos monótonas y con estímulos poco relevantes. Nos dicen también que tienen dificultades para seguir las normas, incluidas las de los
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juegos; aceptan mal perder e intentan imponer su
criterio mediante el enfrentamiento. En consecuencia,
se produce el rechazo de los compañeros, del
cual se resienten mucho ya que no suelen identificar
bien los motivos del mismo. Es en esta etapa en la
que al parecer se manifiestan con claridad comportamientos
desafiantes y oposicionistas, especialmente
en los niños. Las niñas, en cambio, suelen ser más
propensas a la inatención. Las referencias a la
impulsividad de estos niños se multiplican, así como
las consecuencias negativas que para construir una
conducta social aceptable tiene todo lo anterior.
No es extraño que en este estadio evolutivo se
manifiesten otros síntomas que, si bien no son
patognomónicos del TDAH, sí parecen presentarse
con mayor frecuencia en niños que lo padecen. Se
trata de síntomas funcionales, tales como las cefaleas,
dolores abdominales erráticos, bruscos y frecuentes
cambios de humor y un amplio abanico de
manifestaciones psicosomáticas.
En lo que se refiere a los procesos de aprendizaje
escolar, en la mayoría de los casos se presentan dificultades
derivadas de su estilo cognitivo, preferentemente
impulsivo, así como de los problemas de
atención que puedan estar presentes. Dado que en
bastantes casos se aprecia un déficit en la memoria
de trabajo y lentitud en el procesamiento cognitivo,
nos encontramos con nuevos factores que influyen
desfavorablemente en la integración de conocimientos
y habilidades instrumentales por parte de los
niños afectados.
Durante la segunda infancia, los adultos a cargo
de ellos los describen como incapaces de seguir bastantes
de las demandas que se les exigen en el aula.
Tienen dificultades para permanecer en sus asientos
el tiempo necesario y suficiente, y su impulsividad
da lugar a interferencias en las tareas del profesor y
de sus compañeros. Suele agudizárseles la incapacidad
para seguir las instrucciones necesarias que se
requieren para un buen funcionamiento de las tareas
escolares grupales. También se nos habla de su falta
de capacidad de concentración en las tareas académicas,
de su atención fluctuante y, en general, deficitaria.
En ocasiones, algunos profesores atribuyen
estas oscilaciones a falta de interés o motivación
para determinadas tareas escolares. Este es un punto
muy interesante, ya que en la realidad clínica nos
hemos encontrado con que se nos han derivado
casos en los que con toda evidencia no se trataría de
hablar de un déficit de atención, sino de un déficit de
interés cuyo abordaje más apropiado no es de carácter
clínico, sino psicopedagógico.
Los profesores se suelen referir a los niños con
TDAH como muy poco cuidadosos con los materiales
escolares, desordenados y en nada preocupados
por sus trabajos académicos. No es raro que extravíen
de forma casi habitual no solo los útiles y libros
del colegio, sino también prendas y pertenencias
personales.
Durante la adolescencia, las dificultades derivadas
de la historia anterior se convierten en un factor
de confusión que se une a las crisis que aparecen en
este periodo etario. La autoestima muy probablemente
se ha visto muy afectada, lo que no facilita el
afrontamiento de las contradicciones, las reivindicaciones
de autonomía y la búsqueda de identidad que
les corresponde. Las conductas oposicionistas pueden
verse incrementadas de forma muy significativa;
incluso pueden dar paso a formulaciones comportamentales
de carácter disocial u oposicionista -
desafiante. Ciertamente, no es raro que la hiperactividad
e incluso la impulsividad cedan un tanto, en
tanto que el déficit de atención permanece más o
menos en el mismo nivel en que se mostró durante
la infancia.
Los profesores informan de que suelen ser alumnos
a los que se les expulsa con mayor frecuencia
que a los demás del aula o incluso del centro escolar
y que su índice de fracaso escolar es alto. En realidad,
esto último no es más que la continuación de un
proceso que ha estado presente durante toda su escolaridad.
El diagnóstico, el prediagnóstico
y el sobrediagnóstico
De cada cien nuevos casos que en el momento
actual se reciben en la unidad de atención a niños y
adolescentes de un servicio público de salud mental,
entre 20 y 30 vienen señalados como presuntos afectados
por un TDAH, a veces como simplemente
"hiperactivos", otras como "con problemas de déficit
de atención" y algunos de ellos, plenamente diag-
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nosticados como tales por servicios médicos especializados,
incluso con tratamiento farmacológico
instaurado, que se derivan al dispositivo comunitario
para continuidad del proceso terapéutico. En este
último caso el problema se presenta cuando los
resultados de la evaluación que se realiza en la unidad
no coinciden con el diagnóstico previo establecido
y, además, los padres perciben diferencias significativas
en cuanto a la inversión profesional realizada
en términos de tiempo, valoración y explicación
comprensiva de la situación. Cuando esto ocurre,
los progenitores se encuentran en el complicado
trance de tener que decidir entre dos opiniones profesionales
y probablemente dos ofertas diferentes de
intervención. Ante ello, en ocasiones es posible que
se dé una armonización por parte de los profesionales
pero en otras, por múltiples y diversas razones
que serían objeto de otra reflexión, no hay probabilidad
de que esto tenga lugar. En todo caso, al posible
problema existente añadimos un plus de contradicción
que da lugar a desorientación, confusión y
cansancio en la familia que ha de afrontar un conflicto
que de por sí les supone una fuerte carga de
angustia, ya que les afecta en la parte probablemente
más sensible: sus hijos.
Los señalamientos "prediagnósticos" suelen proceder
de las más diversas fuentes, desde profesores
a padres, familiares o conocidos más o menos informados
o con determinada experiencia al respecto,
propia o cercana. Esto último es así en la medida en
que la denominación "hiperactividad" o "déficit de
atención" parece de una comprensibilidad al alcance
de la mano, ampliamente difundida y sitúa en una
entidad nosológica una serie de conflictos que en
muchos casos se explicarían mejor desde otros
ángulos y discursos, por no hablar de la inmoderada
tendencia a convertir el síntoma en síndrome. En
estos casos no es nada extraño, sino que incluso es
lo más frecuente, que una vez realizada la correspondiente
evaluación concluyamos que, en lugar de
un TDAH nos encontremos con un amplio abanico
de alteraciones o comportamientos inadaptados que
se expliquen mejor por la existencia de trastornos
específicos de los aprendizajes, dispedagogías, bajas
tolerancias a la frustración parentales, progenitores
agotados por interminables jornadas de trabajo,
niños muy solos que reclaman su salario mínimo de
contacto afectivo con sus padres aunque sea a través
del conflicto escolar, niños que ejercen de niños, o
simplemente problemas de mala crianza y mala educación
en algunos de ellos. Convertir cualquiera de
estos problemas en uno de carácter sanitario tiende a
aliviar de manera significativa, aunque sea momentánea,
a cierto sector de padres y educadores. Son
casos en que la designación de afectado por el síndrome
cumple una importante función desculpabilizadora
y desresponsabilizante, en la misma medida
que ocurrió en su momento con la disfunción cerebral
mínima o la dislexia, la cual quizás fue un tanto
sobredimensionada en su momento y parece haber
desaparecido como por ensalmo.
En otro orden de cosas, se trata de un trastorno
para cuyo tratamiento hay fármacos, lo cual parece
que le otorga un abordaje más asequible. Respecto a
ellos hay quien sitúa unas expectativas, y en esto
observamos que se incluyen no sólo legos sino también
algunos profesionales, que no corresponden a
la realidad de su función. Como testimonio de esto,
tengamos en cuenta que datos recientes de la
American Academy of Child and Adolescent
Psychiatry indican que, habiéndose valorado un descenso
de la tasa de prevalencia del trastorno hasta
situarla entre el 3 % y el 6% de la población, la tasa
de prescripción de metilfenidato que contemporáneamente
se alcanza, paradójicamente, es del 12%.
Más adelante volveremos sobre la cuestión.
Nos encontramos ante un trastorno cuyo diagnóstico
se basa primordialmente en una aproximación
clínica. Tengamos siempre en cuenta que por el
momento está definido preferentemente sobre bases
conductuales, sin un marcador biológico específico
y con unas características que, en mayor o menor
medida, se presentan en términos dimensionales a lo
largo de un continuo en toda la población. Hasta la
actualidad, no contamos con instrumentos plenamente
específicos que nos indiquen la existencia de
un TDAH. Ciertamente, existen escalas de estimación
comportamental, como la de Conners (1973),
que ayudan a identificar e incluso a cuantificar hasta
cierto punto las manifestaciones más características
del TDAH (Farré y Narbona, 1997a). Suelen facilitar
la obtención de información sobre la historia de
síntomas específicos por parte de padres y profesores,
quienes se encuentran en una buena posición
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para informar sobre el comportamiento del niño. El
número de este tipo de escalas aumenta rápidamente.
Ninguna de ellas, hasta el momento, proporciona
la información necesaria para formular un diagnóstico
definitivo, pero sí constituyen una parte importante
del proceso diagnóstico y permiten sistematizar
la información procedente de múltiples fuentes,
de forma complementaria a la obtenida mediante las
entrevistas diagnósticas. Entre los instrumentos de
este tipo de utilización habitual en nuestro país se
encuentran La Escala de Evaluación del TDAH
(EDAH) de Farré y Narbona (1997b) o el Test de
Trastornos de Atención, Autismo e Hiperactividad
(ADHDT) de Gilliam (1995).
Es también frecuente el uso y resultan de utilidad
otras escalas de más amplio espectro, como el
CBCL y el Autoinforme Juvenil de Achenbach y
Edelbrock (1983) o el BASC de Reynolds y
Kamphau (2004), que abarcan la valoración de un
amplio abanico de elementos comportamentales
observables en el contexto de trastornos emocionales
o conductuales de los menores.
Las pruebas neurológicas, aun con la incorporación
de la neuroimagen en sus distintas variedades y
formatos, así como las de carácter neuropsicológico,
no han aportado elementos definitivos para el diagnóstico
y sus resultados continúan por el momento
siendo objeto de controversia. Existen diferencias
muy variadas, tanto generales como específicas,
indicativas de déficits neuropsicológicos asociados
al TDAH. Se han encontrado datos que indican un
mayor o menor grado de deterioro cognitivo, aunque
los resultados no establecen un área específica para
el trastorno.
Durante la década de los 80 y parte de los 90 del
pasado siglo, el diagnóstico en su inmensa mayoría
era formulado por médicos, basándose sobre todo en
las observaciones realizadas en la clínica y en la respuesta
positiva a la medicación psicoestimulante.
Afortunadamente, la actitud multidisciplinar se ha
ido abriendo paso, especialmente en la medida en
que se ha ido considerando imprescindible la valoración
comportamental, cognitiva y emotiva del niño
en los distintos contextos en que se desenvuelve, lo
cual es una tarea de fuerte carga de evaluación psicológica.
En consecuencia, la presencia de los psicólogos
clínicos y escolares en el abordaje del TDAH
es cada vez mayor y, sobre todo, ha cambiado cualitativamente.
De ser un mero consultor al que, según
el estudio de Miranda, Jarque y Soriano (1999), en
la segunda mitad de la pasada década de los 90 tan
sólo recurrían el 53% de los pediatras, el 44 % de los
médicos de familia, el 35 % de los psiquiatras y el
10 % de los neurólogos para solicitar un informe
complementario que les permitiese realizar un diagnóstico,
hemos pasado a ser en un alto porcentaje de
casos los responsables directos de su evaluación,
diagnóstico y tratamiento. A esto no es ajena la presencia
ya habitual del profesional de la psicología en
los dispositivos sanitarios comunitarios.
Epidemiología
Los datos epidemiológicos no ayudan a precisar
el alcance de la presencia del TDAH en la población
general. La diversificación de los resultados obtenidos,
así como en ocasiones lo contradictorio de los
mismos, se debe en parte a la complejidad del cuadro,
en el que predomina la confusión debido a la
heterogeneidad de sus manifestaciones clínicas y a
su etiología, variable e imprecisa.
Otro de los motivos que dan lugar a la discordancia
epidemiológica es que el diagnóstico más fiable
sigue basándose en criterios eminentemente clínicos;
no contamos hasta el momento actual con una
sola prueba que sea realmente específica del síndrome.
No está de más recordar que uno de los instrumentos
más utilizados durante la evaluación del
TDAH, la escala de Conners, se construyó para evaluar
el comportamiento infantil por efecto de los tratamientos
psicofarmacológicos y fue publicada inicialmente
en el Child Psychofarmacological
Bulletin.
Hace años, las tasas de prevalencia que se publicaban
en USA se situaban entre el 9 y el 12 %, en
tanto que en Europa aparecían entre el 3 y el 5%.
Recientemente, datos de la American Academy of
Child and Adolescent Psychiatry han corregido el
tiro y sus datos de prevalencia actuales son entre el
3 y el 6 %. Mientras tanto hemos ido viendo valores
que llegan a afirmar una incidencia de hasta el 33 %
en la población escolar. Los estudios de prevalencia
no están exentos de deficiencias metodológicas,
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relativas tanto a los criterios diagnósticos, a los instrumentos
utilizados, a la falta de homogeneidad de
las poblaciones estudiadas o al método de selección
(Scanhill y Schwab-Stone, 2000). En la revisión de
Swanson, Sergeant, Taylor y Sonuga-Barke (1998)
se refleja que, tomando los estudios que consideran
exclusivamente la definición comportamental del
trastorno, la prevalencia hallada en la población
general de varios países oscila entre el 10 y el 20 %.
Cuando las investigaciones toman como referencia
la definición psiquiátrica del DSM - IV, que da lugar
a que se formule el diagnóstico incluso en presencia
de comorbilidad y establece la diferenciación en tres
subtipos, la prevalencia que aparece está entre un 5
y un 9 %. En un estudio de prevalencia realizado en
Alemania por Essau y Groen (1999) sobre una
muestra de adolescentes representativos de la población
general, el 2 % presentaban todos los criterios
para el diagnóstico del TDAH y en un 15,8 % se
apreciaban al menos seis de los síntomas. Estos porcentajes
se reducen cuando los criterios diagnósticos
utilizados corresponden a la definición del CIE - 10.
En este caso, los estudios aportan datos entre el 1 y
el 4 % de la población general.
En el caso de los estudios por subtipos, con arreglo
a los criterios al respecto enunciados en el DSMIV,
el estudio de Gaub y Carlson (1997), realizado
con pacientes que no experimentaron remisión clínica,
indica que el subtipo inatento (IA) muestra tasas
más elevadas que los otros dos subtipos, el hiperactivo-
impulsivo (HI) y el subtipo combinado (C).
Estos dos últimos se presentan en proposiciones casi
idénticas, de 1,1:1. En cambio, los trabajos de
Lahey, Applegate y McBurnett (1994) y de
McBurnett, Pfiffner, Swanson, Ottolini y Tamm
(1995), realizados sobre población que sí experimentó
remisión clínica, encontraron una prevalencia
significativamente superior del subtipo combinado
(C) respecto al subtipo inatento (IA), en torno al
2,1:1 en la primera investigación y del 3,5:1 en la
segunda. Además, encontraron ratios muy altas
entre el subtipo combinado (C) y el subtipo hiperactivo-
impulsivo (HI), del 3,0:1 y 4,3:1 respectivamente.
Neuman, Sitdiraksa, Reich, Ji, Joyner, Sun, y
Todd (2005) realizaron un estudio sobre una muestra
de gemelos, uno de cuyos objetivos era determinar
la edad de presentación del TDAH en esta categoría
de población. La muestra estuvo constituido
por 564 familias en las que al menos un gemelo presentaba
criterios diagnósticos de TDAH. Las edades
de los sujetos estudiados estaban en una horquilla
entre los 7 y los 17 años. Se compararon con 183
familias controles. Los resultados de prevalencia
total fueron de 6,2 %, distribuido entre el 7,4 % en
niños y el 3,9 % en niñas. El subtipo inatento se presentó
con mayor frecuencia entre los chicos, al igual
que el subtipo combinado. La edad media de presentación
se situó en los 3,5 años, sin diferencias entre
los sexos.
Cuffe, Moore y McKeown (2005) realizaron un
estudio longitudinal, el National Health Interview
Survey. La prevalencia total que encontraron fue del
4,19 % en niños y del 1,17 % en niñas. Atendiendo
al origen, los hispanos presentaron una prevalencia
del 3,06 %, los blancos del 4,33 % y los niños de
raza negra del 5,65 %. Los investigadores concluyeron
que el TDAH varía de forma significativa según
la raza, el género y la edad; además, se suele asociar
a otro tipo de problemas, preferentemente de carácter
emocional y conductual.
Tratamiento
Resulta extraño que en la actualidad no exista un
modelo más o menos unitario de intervención terapéutica.
En lo que teóricamente existe acuerdo generalizado
es en considerar que el tratamiento ha de
plantearse de manera complementaria y coordinada
desde distintas disciplinas. La realidad ha impuesto
de manera inequívoca la necesidad de una intervención
en la que participen a un mismo nivel distintos
profesionales procedentes del campo de la educación,
la psicopedagogía, la psicología clínica y la
medicina. No deberían caber aquí actitudes monopolísticas
y excluyentes que no sólo contribuyen a la
pervivencia de un modelo rancio y agotado de predominancia
e incluso exclusividad de una disciplina
respecto a otras, sino que perjudican gravemente a
los afectados, en la medida en que no les orientan
hacia la atención integrada y multidisciplinar que
merecen y precisan. No estoy escribiendo sobre una
anécdota, sino sobre una actitud que todavía está
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influyendo muy negativamente en el desarrollo de la
atención en salud mental como oferta eficaz por la
acción complementaria de distintos profesionales de
diferentes ramas del saber sanitario y asistencial.
De forma relativamente tradicional, se suele presentar
una tríada de perspectivas integrantes de la
acción terapéutica en el TDAH, constituida por la
intervención farmacológica, la conductual y la cognitiva.
Podría tal vez resultar más útil establecer
campos de actuación, como serían el biológico, la
psicoterapia, el tratamiento psicopedagógico y la
intervención familiar.
Hasta finales de los pasados años 80, el procedimiento
que se utilizaba de forma mayoritaria era el
farmacológico y, en bastante menor medida, el conductual.
El primero se apoya en el uso de medicamentos
que afectan a los neurotransmisores implicados
en las expresiones psicopatológicas del
TDAH. El más utilizado, sin duda, ha sido y sigue
siendo el metilfenidato en sus diferentes presentaciones.
En mucha menor medida, pero con presencia
significativa en las prescripciones, se encuentra
la atomoxetina y, de forma testimonial, hay que
citar la pemolina de magnesio. En la actualidad
también se están utilizando determinados antidepresivos
tricíclicos o neurolépticos tales como la clonidina,
risperidona o paliperidona, particularmente
cuando se trata a jóvenes o adultos. Conviene
subrayar que el efecto y objetivo del uso de estos
fármacos no es
curar el TDAH, sino que cuando se trata de un caso con diagnóstico contrastado y buena respuesta a la sustancia que se le esté administrando, constituyen una gran ayuda para poder trabajar con el niño en otros terrenos y los resultados que se obtienen son mucho más rápidos, estables y de mayor alcance. Es preciso, sin embargo, tener en cuenta que entre un 25% y un 30 % de los afectados no responden a la medicación o bien no la toleran (Swanson et al., 1998; Orjales, 2007) y que, en todo caso, los efectos a largo plazo tanto de la medicación como de las intervenciones puramente conductuales, por si solos, son bastante limitados y de discutida validez ecológica. Por lo tanto, se ha hecho necesario ir articulando otras alternativas de abordaje terapéutico que ayudasen a alcanzar la generalización de los efectos beneficiosos logrados a través del tiempo y de los diferentes contextos en que se desenvuelven los niños. En su momento, Barkley (1994) ya argumentó consistentemente en este sentido, proponiendo un enfoque orientado al desarrollo de la inhibición conductual como vía de acceso a la autorregulación, entendida ésta como la capacidad del individuo para frenar la primera respuesta que el niño inició ante la aparición de un estímulo determinado, además de proteger su pensamiento de distracciones externas o internas y elaborar una respuesta más adecuada que sustituya a la primera. La idea es que durante la demora de respuesta se pongan en marcha funciones ejecutivas definidas que den lugar a procesos más adaptativos, en la medida en que incorporen una clara formulación del objetivo a lograr, la estimación adecuada de los recursos disponibles para hacerlo y la elaboración de un plan de acción eficaz. En la práctica clínica, ésta ha sido una línea de trabajo de gran utilidad y muy fecunda, sobre la que se han ido incorporando técnicas e instrumentos de gran relevancia, como la instauración de prótesis cognitivas mediante lingüificación de la conducta, desarrollado por Meichenbaum (1971, 1974). La práctica clínica nos muestra que la combinación de diversas técnicas, articuladas en un modelo de intervención coherente, propicia la aparición de mejoras clínicas significativas en mucha mayor medida que el uso aislado de algunas de ellas. Como muestra de ello, han ido construyéndose programas terapéuticos como el de Kotkin (1998), que integra en el mismo a profesores, psicopedagogos y auxiliares educativos cualificados. También en el aula se aplica el programa Classroom Kit de Anhalt, Mc Neill, y Bahl (1998), que se basa en el concepto de aprendizaje cooperativo. En España, Miranda, Presentacion, Gargallo y Gil (1999) desarrollaron un programa en el contexto del aula, espacio que reúne las condiciones adecuadas para que los mecanismos autorregulatorios se interioricen de manera gradual por los niños hiperactivos. Calderón (2001) estructuró un programa de carácter cognitivo conductual cuya aplicación ha dado como resultado una significativa disminución de las conductas vinculadas al trastorno, mantenida durante el seguimiento. Orjales y Polaino (2007)) han diseñado un programa de intervención de corte también cognitivo conductual que incluye el entrenamiento en técnicas de autoinstruc-
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ción, modelado, solución de problemas, autoevaluación
o relajación, así como de generalización de
aplicación de estos procesos.
Llama la atención que apenas hay presencia significativa
en la literatura científica específica del
TDAH ni en los programas integrados de intervención
de uno de los recursos que mayor eficacia
muestran en el trabajo con los niños hiperactivos,
como son las técnicas relacionadas con la corporalidad,
el sistema postural y el movimiento, tales como
las terapias psicomotrices. Resulta llamativo que un
trastorno que compromete de forma tan significativa
el cuerpo y el movimiento no dé lugar a una presencia
mucho mayor de las intervenciones de carácter
psicomotriz en su abordaje. Además, su debut tiene
lugar en la infancia temprana, período etario en el
que el cuerpo es el mediador por excelencia en los
procesos relacionales, de conocimiento y de aprendizaje.
En varios modelos se menciona el entrenamiento
en relajación, que frecuentemente se deja de
lado porque su aplicación en las fases iniciales de
tratamiento da escasos resultados, mientras que
resulta de gran utilidad en estadios posteriores del
mismo. Esto es así porque niños con escaso control
regulatorio, si no han trabajado previamente los procesos
de excitación e inhibición psicomotriz en el
contexto de la organización tónico postural, tienen
muy difícil integrar los elementos vivenciales
imprescindibles para el aprendizaje de la relajación.
En cambio, una vez que han alcanzado un grado
aceptable de regulación tónica, suelen beneficiarse
de forma muy significativa del entrenamiento en
relajación.
Como señaló Ajuriaguerra (1973), la evolución
infantil está vinculada a la evolución psicomotriz,
inicialmente en su vertiente sensoriomotora. La
motricidad, que de partida es confusa e indiferenciada
y se expresa en forma reactiva global, va alcanzando
sucesivamente valores como forma de contacto
y expresión, de exploración y utilización, ya
que el niño descubre el mundo de los objetos a través
del movimiento y la percepción sensorial. Pero
su descubrimiento sólo alcanzará calidad adaptativa
cuando a través del gesto progresivamente más preciso
y orientado sea capaz de coger y dejar, cuando
haya construido el concepto de distancia entre su
cuerpo y los objetos con los que se relaciona y cuando
éstos hayan dejado de formar parte de su primaria
e indiferenciada actividad corporal. El cuerpo
proporciona tanto información como modos de actividad
y comportamiento que permiten organizar
experiencias al organismo en evolución. Adquiere,
en consecuencia, el papel de continente dinámico,
portador de significado dentro del proceso de funcionamiento
simbólico. Lo que se nos plantea, en
definitiva, es la precedencia del yo corporal respecto
al yo cognitivo, como conceptualizó Santostefano
(1990). A partir de aquí, se puede concebir al sujeto
cognitivo como un ser que parte de una organización
interna constituida a partir de disposiciones previas,
cuyos esquemas, entendidos como unidades básicas
de organización, se van acomodando a la realidad a
través de la acción que realiza sobre la misma, así
como de la información que recibe a través de esta
acción. Puede acceder así a la organización del espacio,
de los objetos y de sí mismo en relación a éstos
de forma más adaptada. Las acciones, cada vez más
interiorizadas, van siendo transformadas en significados,
cuyos significantes se integran en un lenguaje
que es constructor del pensamiento, a la vez que
contribuye a una progresiva exclusión corporal, condición
necesaria para el desarrollo futuro de los procesos
de relación y aprendizaje (Mas, 1991). Esto es
posible en la medida en que el sujeto actúa y se acomoda
a los datos de realidad, a la vez que los modifica
lo suficiente para que puedan ser asimilables. Se
construye así una cadena de equilibraciones progresivas
que dan lugar a la aparición y organización de
estructuras estables, de carácter cada vez más complejo
e integradoras de sus predecesoras. Cuando el
TDAH está presente, vemos como estos procesos se
ven seriamente afectados y, consecuentemente, también
la construcción de estructuras de relación y
conocimiento. En los últimos 30 años, se han desarrollado
un amplio abanico de recursos técnicos en
el plano psicomotriz que ofrecen una importante
riqueza terapéutica y que por su vinculación con el
acto motor suelen ser muy bien aceptados por los
niños.
Quien no esté familiarizado con las ciencias y
técnicas corporales y experimente interés al respecto,
puede realizar una primera aproximación a través
de autores como Bernaldo de Quirós / Schrager
(1987) o Fonseca (1996).
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Artículo recibido: 27/10/2009
Revisión Recibida: 03/11/2009
Aceptado: 19/11/2009
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